viernes, 28 de mayo de 2010

Concursos y teorías

Por Javier Martínez



Siempre he estado en contra de los concursos literarios; una de mis tantas razones es que los supongo meras justificaciones para que pequeños grupos se premien y alaben mutuamente, alimentando sus egos necesitados de reconocimiento.





Creo, sin embargo, que también pueden existir concursos realmente válidos donde no haya servilismo, negociaciones bajo la mesa ni intereses editoriales de por medio. Aún, en estos casos, dichas premiaciones me siguen pareciendo absurdas porque son los jueces y el método de evaluación en sí (cualquiera que este sea) los eslabones más débiles de la cadena.



Según Wolfang Iser y su teoría de la recepción estética, el lector (juez, en este caso) no es un elemento pasivo en el proceso comunicativo de la Literatura; por el contrario, Iser lo ubica en una jerarquía similar a la del autor porque a través de su lectura la obra se crea y reinterpreta constantemente, alcanzando —de mejor o peor manera— el fin último para el que fue creada.



La Escuela de Constanza, como también se le conoce en la teoría crítica a la propuesta de Iser, nombra a este proceso semiótico como “lectura creativa”. También afirma que, como el teatro solo es teatro cuando de monta en escena, ninguna obra literaria es tal hasta que no haya sido efectivamente leída, y que cada lectura es siempre diferente: tanto porque cada persona tiene su propia interpretación como porque una misma persona que relee variará su interpretación con base a su dinámico contexto sociocultural. Queda, entonces, la obra literaria convertida en un significante maleable, lleno de “espacios vacíos” (así los llamó el propio Iser) susceptibles de recibir cualquier significado que el lector-intérprete quiera (o pueda) asignarles. ¿Qué pasa, entonces, si la obra concursante sufre de una pobre interpretación por parte del juez?



La teoría de la recepción estética implica, por lo tanto, que a pesar de cualquier esfuerzo artístico y literario del autor concursante, la evaluación de su obra estará siempre limitada a la interpretación que el juez-lector pueda darle; esto no está muy lejos, como podrán imaginarse, de la primera propuesta filosófica de Ludwig Wittgenstein cuando decía que “de lo que no se puede hablar, es mejor callar”. ¿Qué pasa si la interpretación que el autor necesita para su obra queda precisamente en esa área lingüística del juez-lector de la que Wittgenstein le aconsejaría callar?



Iser llamó “lector implícito” a este tipo de lector que limita la intensidad de la obra. Humberto Eco, por el contrario, propone que el autor dirija su obra a un lector hipotético, perfecto, ideal, cuyas competencias lectoras y cultura general sean tales que, en vez de limitar la obra, la enriquezca. A tal concepto Eco le llama “lector modelo”, pero esto no resuelve el asunto pues, de una u otra manera, todo escritor (concursante o no) espera que sus lectores sean del tipo modelo y no implícitos.



¿Cómo puede valorar un juez (o cualquier lector) una obra literaria cuando es su mismo ser lo que genera su mediocridad y no un factor intrínseco de la misma? ¿Es ingenuo el autor que presupone a sus receptores como lectores modelo y no implícitos? ¿Queda, entonces, ontológicamente degradado el arte literario en el caso de lectores y editores con interpretaciones insulsas? ¿La “obra maestra” está en la mente del lector y no plasmada en el texto? ¿Puede, según Eco, el lector modelo encontrar arte en el más pueril y panfletario de los textos como Marcel Duchamp encontró arte en un urinal? ¿Puede una misma palabra o frase generar reacciones distintas en la interpretación de cada lectura? Si tal es el caso, ¿qué pasa con lectores extraordinarios como Borges?, ¿se maravillarían ante un texto comercial porque su mente lo refiere –inexplicablemente- a mundos inefables?, ¿es el Aleph “más Aleph” ante los ojos de Borges que de Carlos Argentino Daneri?

2 comentarios:

  1. Muy interesantes reflexiones las que planteas, Javier. Las lecturas son ilimitadas, eso pienso: me imagino que sí, el Aleph será distinto para cualquier lector. A mí me costó muchísimo leerlo, casi tanto como Abbadón, El Exterminador, de su compatriota y colega Ernesto Sabato.

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  2. Exactamente aquí volvemos al mismo tema de la entrada anterior. ¿Quién define, y cómo, qué es una buena literatura?

    Pareciera que o caemos en un relativismo extremo o en un fixismo absoluto. Es un asunto difícil de enfrentar.

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